La negociación de un tratado de libre comercio entre el Reino Unido y la UE llega a un punto de no retorno tras cuatro años tempestuosos y agónicos. La fecha-guillotina, en principio, este domingo, según acordaron en Bruselas la presidenta de la Comisión y el primer ministro británico: si hay compromiso de acuerdo para el futuro, seguirán negociando sus detalles; si no, la salida será abrupta a finales de mes, cuando expira el periodo transitorio.

Con razón, Bruselas ha optado por aprestar una batería de medidas de contingencia que minimicen el probable e inminente caos en el transporte bilateral, así como en el sector pesquero, en caso de ruptura. La formalización de esas medidas subraya la gravedad del momento. Y sobre todo, implica un aviso a Londres de que los Veintisiete mantendrán sus posiciones unitarias esenciales (sobre la lealtad en la competencia futura; la gobernanza del tratado y la pesca) por más que puedan flexibilizar algún aspecto.

La lógica económica indica que Johnson debiera apelar ahora al pragmatismo y desandar su maximalismo. Porque el coste de un post-Brexit sin acuerdo representaría otro duro golpe a la economía después del mazazo pandémico. Y además, se halla en una posición incómoda. Las grandes empresas acentúan su presión para el acuerdo; el padrino antieuropeo Donald Trump se ha evaporado y la Casa Blanca de Joe Biden será menos propicia. Por otra parte, el nivel de cohesión continental es insólitamente potente. Los países tradicionalmente más simpatizantes del modelo anglosajón se encrespan con Londres: a Holanda le angustia el riesgo de un competidor desleal —y con similar patrón de crecimiento— a escasas millas náuticas. Los populistas iliberales del Este priman su pertenencia al mercado interior y las ayudas del plan de recuperación.

Por supuesto que a Europa le interesa más un buen acuerdo que una mala ruptura. Por eso debe permanecer unida y firme: la estratagema británica de dejar para el final el minúsculo (en cifras) litigio de la pesca persigue dividir a Francia —la principal perjudicada, más en lo social que en lo económico— de Alemania, más interesada por la exportación del sector de la automoción. Pero ese no es el asunto nuclear. Ni por peso económico ni por relevancia estratégica. La auténtica línea roja es la defensa del mercado único. Bajo ningún concepto la UE puede aceptar permitir al Reino Unido un acceso libre al espacio comercial común si Londres no se compromete a cumplir con los mismos estándares normativos y si no hay un mecanismo de control que dé garantías. Ceder en eso sería alterar la competencia en el mayor logro común. Por muy dolorosa que fuera la ruptura, probablemente peor sería dejar pasar un caballo de Troya.

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